La tarde en que García Márquez compró su primera máquina de escribir

19 de Abril de 2014
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Santiago, 20 Abr (Notimex).- Era una misión concertada la que había llevado a Ciudad de Panamá ese día -quizá de 1977- a Gabriel García Márquez, junto a su esposa Mercedes y sus hijos Rodrigo y Gonzalo, sin embargo no le estaba resultando fácil concretarla.

Sentados en una mesa de un restaurante de mariscos de la Avenida Balboa, en la capital istmeña, el escritor nos relató a este entonces joven corresponsal de Prensa Latina y Silvio, un amigo común, que había viajado exclusivamente para entrevistar al general Omar Torrijos, pero nadie parecía saber dónde estaba.

Torrijos, un militar nacionalista que como jefe de gobierno impulsaba con todas sus fuerzas la lucha del pueblo panameño para recuperar la jurisdicción sobre los mil 432 kilómetros cuadrados que entonces comprendía la denominada Zona del Canal, estaba inubicable.

Comentamos que no era extraño que no estuviese en su oficina de la Comandancia de la Guardia Nacional, pues acostumbraba visitar distintos puntos del país, muchas veces sin previo aviso, para conocer los problemas en su contacto con la ciudadanía (“díganme lo malo, que lo bueno ya lo se”, solía decir). Lo extraño era que ni sus escoltas supieran donde estaba.

Con la incógnita latente (de hecho la respuesta la vine a saber recién cuando leí el resultado de esa entrevista en “Torrijos: cruce de mula y tigre”: El general estaba en su casa) la conversación derivó hacia otros temas y en algún momento surgió la idea de acompañarlos a hacer algunas compras.

Debería haber sido un día inolvidable en mi vida, pero hoy –casi cuatro décadas después- debo reconocer que no recuerdo con precisión el día, ni el mes, ni el año en que acompañé a un reticente Gabriel García Márquez a comprar la que sería su primera máquina de escribir eléctrica.

Salimos del restaurante y nos dirigimos, guiados por Silvio y en una primera escala, a una fábrica textil donde García Márquez se compraría algunas guayaberas. El trámite fue corto, el novelista eligió rápidamente las que más le gustaban y tras una pequeña disputa con el dueño que quería regalárselas, seguimos camino hacia la comercial Avenida Central.

A pasos de la Plaza 5 de Mayo, ingresamos a una tienda especializada en la venta de artículos electrónicos en busca de la máquina de escribir eléctrica, pero allí todo fue diferente, o por lo menos es lo que parecí percibir.

Los años de aporrear con sus dedos, pero de acariciar con su prosa, una vieja máquina de escribir (quizá una Underwood), parecían sobreponerse a su deseo de facilitar su obra con la tecnología imperante en ese entonces.

No recuerdo si salió de allí con su máquina de escribir eléctrica o si se la mandarían a dejar al hotel donde estaba hospedado, a la entrada de Punta Paitilla, el mismo donde tiempo después el general Torrijos empezaría una rueda de prensa diciendo: “el Tratado (sobre el canal de Panamá) es potable. Repito, es potable”, y donde un joven recepcionista, con un ejemplar de Cien años de soledad en ristre, le pidió a su autor un autógrafo.

Hoy, tras su partida, atesoro ese día de un mes y un año que no puedo recordar con precisión en que almorcé con un novelista extraordinario que, sin embargo, era antes que todo, un periodista risueño, sencillo y afable.

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